Último episodio publicado: 1 de abril de 2024


31 de julio de 2015

Segundo concurso RetroRelatos de RetroManiac - El día de Horacio




Tercer puesto 2º Concurso RetroRelatos de RetroManiac


El día de Horacio, por Javier Morales


El sol radiaba implacable y había hecho desaparecer hasta el último de los habitantes de las calles del extrarradio de la ciudad, sólo había dejado olor a plástico y hormigón recalentado y un aire que, cerca del asfalto, deformaba la visión de puro caliente. Parecía haberla tomado con un edificio en particular, un destartalado bloque de viviendas al que castigaba cebándose en la fachada que le quedaba más a mano. Allí, en parte por la luz, pero sobre todo por un deseo de clandestinidad Guillermo y Ramón habían cerrado la persiana hasta abajo. Los rayos a base de testarudez se las habían apañado para filtrarse por rendijas y pequeñas grietas e iluminaban tenuemente el interior formando barras regulares de luz, como si fuese un gigantesco lector de código de barras a la búsqueda de precio. La estancia estaba llena de antiguos muebles fabricados con el conglomerado de madera más barato del mercado y cuya decoración que imitaba la madera al gusto de los sesenta había empezado a soltarse y caracolearse en las  esquinas.

La estancia estaba iluminada por otra fuente de luz mucho más artificial, un televisor con dos grandes antenas largas y retorcidas que le daban cierto aire de viejo animal que las utilizara para entrechocarlas con otros machos por el favor de hembras captadoras de ondas hertzianas. Junto a él estaba situado un Spectrum. Ramón tecleaba con furia sobre su teclado de goma.
—Tronco, esto ya está, la última línea de código y ya podemos ejecutarlo, ¿Estás seguro que quieres probar qué hace?
La pregunta podría parecer extraña pero en aquella situación no lo era en absoluto. Guillermo, antiguo fraile, vestía hiciera frío o calor su hábito tradicional marrón de capucha con su imprescindible complemento de una cuerda atada por cinturón. Pensaba la respuesta con el entrecejo fruncido. No era para menos pues el código que acababa de teclear su vecino no era precisamente uno de los que se podían conseguir en el interior de las revistas de informática que vendían en los quioscos. Había sido encontrado en un papiro de una antigua abadía benedictina francesa y estaba fechado en plena edad media. El escrito había sido tomado durante siglos como un galimatías. Por puro azar su vecino, un joven punk que había entrado a pedirle azúcar, lo había descubierto gracias a su curiosidad y amistad por objetos de valor ajenos. Para gran sorpresa del viejo fraile lo había identificado como un programa que su Spectrum podía hacer funcionar. En parte por curiosidad y en parte por incredulidad se decidió finalmente:
—Adelante, hágalo funcionar.
El monitor del televisor empezó a bombardear las expectantes pupilas con una psicotrópica combinación de colores al tiempo que un texto apareció en pantalla.
—Tío ¿Qué idioma es ese?
Una gota de sudor se formó en algún lugar de la muy despejada frente de Guillermo y recorrió su aguileña nariz para quedarse allí al final formando una gota, como un suicida que se arrepiente justo en el último momento, acabando de caer sólo por culpa del empujón de la respuesta.
—Es claramente hebreo. Dice, “iniciando Apocalipsis”- El religioso siempre había sido un hombre riguroso así que su estructurada mente le obligó a completar la información.- Más abajo se lee: “programa creado por Dios, gráficos Arcángel Miguel”.
La casa empezó a temblar y los marcos con fotos de las estanterías del comedor empezaron un bailoteo espasmódico que las precipitaba a un ruidoso chocar en el suelo. Ramón corrió a desconectar el ordenador pero un aura azul lo envolvió, formó un tentáculo que primero lo golpeó en el pecho y lo paralizó y después cogió la pila de juegos de la estantería y los succionó.
—Tronco, tenemos que parar la movida esa del Apocalipsis.
Guillermo intentó coger a su vecino por el cuello de la chupa pero sólo logró agarrar un crucifijo que usaba a modo de pendiente.
—Vayamos a mi piso, corre.
El aura que envolvía el ordenador empezó a expandirse y a multiplicar sus tentáculos que atravesaban de manera intangible las paredes empapeladas, techo y suelo y daban acabado azulado a todo aquello por lo que se movía.
Guillermo subía las escaleras con una idea fija. Todo vibraba a su alrededor. Recordaba que junto a ese fajo de papeles había otro que si bien en su momento no le había encontrado sentido ahora se lo veía con claridad.
—No lo había entendido, pero ahora veo que es un ritual para detener el programa. Mira, tenemos que reunir estos objetos y recitar estas palabras delante de Él.
—¿Y quién es Él?- Dijo Ramón intentando imitar el gesto y timbre de Raphael, pues había decido que el Apocalipsis no era  razón suficiente para dejar de hacerse el gracioso a la menor oportunidad.
—Eso ya lo averiguaremos, ahora hay que encontrar estos ingredientes que parecen imprescindibles para el ritual. Un ala de ave dorada, la palabra de un hombre sabio y la cabeza de un monstruo marino.
—Tronco, yo puedo conseguir las dos primeras, por lo del monstruo marino, en la nevera puedes encontrar unos langostinos enormes que sobraron de navidad ¿Servirán congelados o habrá que pasarlos por la sartén?
Guillermo, resignado, sabiendo lo imposible que era encontrar el verdadero ingrediente desde aquella ciudad por las que sólo pasaba un riachuelo lleno de espumarajos de fábrica se cogió a ese clavo ardiendo y respondió que creía que la temperatura no debería afectar al ritual.
Ramón salió raudo del piso con la misma firme determinación que tenía su cresta punk en mantenerse erguida, seguramente gracias a sus múltiples capas protectoras de laca sería el único objeto que junto a las cucarachas resistiera el fin del mundo. Cuando salió a la calle lo encontró todo cambiado. Había transeúntes y tenían una extraña aura negra. Caminaban erráticos, alguno en zigzag y otros avanzaban y retrocedían como si no tuviesen rumbo ni destino.  Incluso pájaros y perros habían sufrido la misma transformación. Lo peor era que no parecían verle y tenía que esquivarlos, uno de ellos lo rozó en el brazo y sintió un dolor que le dejó entumecido el miembro durante unos minutos. Se lo masajeó mientras llegaba al lugar donde esperaba encontrar al ave dorada, la carnicería Manoli donde hacían pollos a l'ast. Ante la relevancia que exigía la situación se estiró el chaleco tejano y se dirigió al establecimiento, sus ojos brillaban de determinación cuando entró en el lugar y gritó:
—¿El último?
El mundo por un segundo se paralizó mientras un abuelete monocromo levantaba su bastón y decía un -yo- que de puro robotizado era casi ininteligible.

Mientras, Guillermo estaba atrapado en la cocina. Al entrar había observado un goterón de agua que caía del techo. No importaba lo rápido que intentase sobrepasarlo siempre le acababa cayendo encima y lo que era peor, cada vez que lo hacía no se conformaba con mojarle la calva o como mucho salpicarle las gafas. Cuando le caía el mundo parecía reiniciarse y volvía a verse entrar por la puerta para volver a enfrentarse a la dichosa gota.
Tras múltiples intentos y acopiando todas sus fuerzas, saltó hacía adelante, casi pudo sentir el roce de la gota pero consiguió pasar el obstáculo. Del impulso su cabeza chocó contra la nevera dejando un molde de su calva en la frágil chapa metálica. Hurgó entre un mar de patatas y carne congelada hasta que llegó a los langostinos, justo en ese momento Ramón lo llamaba desde la entrada.
—Tronco, tienes que seguirme, ha pasado algo terrible.
Guillermo pudo ver como en el exterior el cielo se había vuelto a rayas negras y rojas y que lo que le pareció un chirrido informático inundaba de ruido el mundo. La poca gente que había desapareció con un parpadeo. El ruido de repente se hizo menos estridente pero más continuo y una forma gigantesca empezó a emerger. Su cuerpo era descomunal y tenía dos brazos que parecían tentáculos deformes, no tenía cabeza pero miraba el mundo con ansias hambrientas desde los dos enormes ojos que tenía en el cuerpo amorfo. Sus pies, que agrietaban el asfalto por el peso, parecían dos esquíes.
— Rápido tronco, el ritual, aquí tienes el ala de un ave dorada- dijo sacando el envoltorio de aluminio en el que llevaba el pollo.- Además he comprado patatas asadas, seguro que ayuda.
Guillermo cogió un ala y rompió la cabeza de un langostino mientras recitaba las palabras escritas en el pergamino.
—Ah, se me olvidaba colega, aquí tienes la palabra del hombre sabio.- Ramón se sacó la última Microhobby, se las había apañado para afanarla en pleno apocalipsis de camino a la pollería. Buscó la sección del viejo archivero, rasgó la hoja, la hizo un gurruño y la lanzó junto al resto de ingredientes. El resultado fue instantáneo. El mundo pareció desaparecer con un parpadeo y con otro todo volvió a la normalidad. A la calle de domingo caluroso desierta. Ramón miró a Guillermo.
—Tío, creo que hemos salvado al mundo. Por cierto, ya que tenemos el pollo. ¿Qué prefieres? ¿Muslo o pechuga?

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